miércoles, 3 de noviembre de 2010

Al diablo Indiana Jones


Por: Edgardo Ramón Herrera

Aún lo recuerdo. Con el pasar del tiempo he comprendido que la lucha entre oriente y occidente nos ha sido impuesta, es algo cultural, como decir “ tenía que ser negro” o inculcarle a las niñas de color el deber de casarse con hombres blancos para ir mejorando la raza. Cuando alguien se levanta en un entorno como este, en especial alguien que todo lo cuestiona, es difícil, más que eso es casi insoportable. Como dije, aún lo recuerdo, era un niño cuando vi la escena por primera vez, los que estaban a mi alrededor viendo la película no encontraban elogios suficientes, pero en mi interior, las preguntas sin respuestas eran interminables.

La escena a la que me refiero es quizás la más famosa y comentada del filme, en ella interviene un egipcio enorme, de túnica y turbante negro, el tipo era un virtuoso de la espada, de esos sables curvos y enormes que de solo verlos producen terror. Una risa de miedo y el sable bailando entre las manos del egipcio acaban, repentinamente, por el disparo certero del galán del látigo; dios, lo fulmina con un tiro, el tipo ni siquiera le apunta, saca el revolver de la funda, tira y vuelve a lo suyo, como si nada; y yo, con mi escaso tiempo en el mundo, imaginándome al egipcio cada mañana practicando y practicando con el sable, encomendándose a su dios para lograr el dominio del arma, para ser uno solo con ella, para ser invencible; y de un momento a otro todo termina. Ni siquiera tuvo oportunidad de mirar a los ojos a su oponente, no supo si era miedo o valor lo que en ellos se encerraba, simplemente dejó de ser un guerrero y pasó a ser un blanco, algo así como un pato sin suerte en temporada de caza.

Como dije la gente no paraba en sus elogios, hablaban de la genialidad de Spielberg, de la maravillosa actuación de Harrison y terminaban siempre comentando la famosa escena; pero nadie notaba lo del egipcio y lo de su espada y su enorme frustración, y todo aquello me ponía los pelos de punta, pensaba que yo no estaba preparado para el mundo, allá afuera, lo que parecía importarles era lo inmediato, el efecto instantáneo; ya no apreciaban la dedicación, el día a día. Desde entonces comencé a odiar a Indiana en silencio y a leer todo lo que encerrara algo de oriental, de misterioso, algo más humano.

Mientras en casa Indy seguía siendo el héroe de moda, incluso mamá quiso sorprenderme un día al volver del colegio, me llevó al cuarto con los ojos cerrados y me mostró un afiche enorme de la película colgado en la pared, y allí, de pie, preguntándome cómo puede un personaje tan falso y absurdo ser el héroe de mi madre, de la persona que más amaba en aquel tiempo; no tuve más remedio que sonreír, y aceptar, de una vez por todas, muy a mi pesar, que nunca lograría ser, lo que de mí se esperaba.