sábado, 31 de diciembre de 2011

2012: Necesitar/Creer/Crear

Por: Juan de Dios Sánchez

Angustia y miedo: Los motores del siglo XXI. La velocidad y obsolescencia de nuestras vidas, la mayoría de las decisiones que tomamos se basan en estas dos consignas. Los expertos en publicidad y mercadotecnia, los asesores políticos han hecho bien su trabajo. Nos convencieron: Vivir no debe centrarse en la búsqueda sino en la huida. Y a eso le han sacado todo el provecho posible con tal de hacernos comprar y gastar, aquí, ahora. Nos dicen: Para qué ahorrar, estamos viviendo los últimos días del mundo como lo conocemos, gaste ahora; por qué matarse trabajando por años para adquirir algún producto, mejor saque un crédito ya y mátese trabajando por años para terminar de pagarlo, pero, al menos, lo tendrá en sus manos ahora. Y así, huyendo, por ejemplo, de nuestros propios olores, gastamos fortunas en desodorantes, pastas dentales, perfumes y demás productos para maquillar los procesos naturales del cuerpo. El miedo a desencajar, a lucir pasado de moda, viejo (no vintage) nos hace salir corriendo a comprar otra muda de ropa que, a juzgar por el contenido de nuestro closet, no necesitamos. En las elecciones a un cargo de representación popular, votamos no a favor del candidato que necesita la ciudad o el país, sino en contra del funcionario saliente. Hace mucho tiempo el asunto de comprar y gastar dejó de tener como origen satisfacer la necesidad de un bien o un servicio. Hace mucho tiempo, en casi cualquier ámbito, abandonamos la necesidad como determinante de nuestro destino.

La ecuación temer/desear que a diario nos inyecta la publicidad a través de múltiples medios, incluido el espacio público, logra su cometido cuando la vida se reduce a un sentimiento de pavor con relación a cierto estilo de vida del que es mejor huir, y otro deseable, vinculado al lujo, que debemos perseguir en orden de lograr un estatus medianamente cómodo. Por eso vamos a la universidad, para luego conseguir un trabajo que nos permita adquirir cosas; por eso buscamos una pareja y nos casamos, para tener un patrimonio común que nos permita adquirir más cosas; por eso nos reproducimos, para tener más motivos para adquirir más cosas; por eso dedicamos lo que nos queda de juventud a trabajar para aspirar a un ascenso en la empresa que signifique un mejor salario, que nos permita adquirir muchas más cosas. Una aventura acelerada que funciona según el convencimiento de que seremos más felices y mejores personas en la medida en que accedamos a la mayor cantidad de lujos, así sean los más democráticos. Una aventura al final de la cual terminamos llenos de posesiones y, sin embargo, más desposeídos que cuando empezamos.

Según como yo lo veo, la propiedad privada es la más grande de nuestras ficciones. Basta con que el planeta se agite un poco para arrasar en un instante aquello que ingenuamente consideramos registrado a nuestro nombre. Una vida fundamentada en la idea de propiedad es un mal negocio, o como diría Woody Allen, una empresa con mayor tendencia a la quiebra que una cristalería. Entonces no sorprende que mitos como el del final del mundo en diciembre de 2012 tengan tanta acogida. En parte porque le sirve a los medios de comunicación y a la publicidad para seguir inculcando el miedo que nos obliga a temer, desear y gastar y, por otro lado, debido a que al estar más acostumbrados a comprar que a pensar tenemos atrofiado el músculo del discernimiento y caemos fácilmente ante la primera mentira que nos venden.

La fe es todavía una marca que ni los chinos han podido falsificar. Y cuando digo fe, me refiero a la posibilidad de algo genuino, puro y verdadero a lo que aferrarnos, algo para darle a nuestras vidas una suerte de sentido que la motive de manera consciente. Hace un tiempo decidí que depositaría toda mi fe en el arte, en la porción de deidad que me corresponde y en la maravillosa capacidad creadora que ello implica. Y acaso no es el arte la respuesta a un profundo sentido de necesidad. El lenguaje, por ejemplo, nació como respuesta a la necesidad de comunicarnos. Después, sentimos la necesidad de elevar ese lenguaje a una categoría capaz de vincularnos con el otro a través de un canal efectivo y afectivo, así nació la literatura. Mi propósito para el año 2012 no es vivirlo como si fuera el último, sino lograr que mi vida sea la respuesta a mis más genuinas y poderosas necesidades, configurarlas de manera artística a través de las creaciones propias y ajenas. You might say i am a dreamer, but i am not the only one, como decía Lennon. Este 2012 optaré por creer y crear. La imaginación será en adelante mi única moda. Los invito a considerar para ustedes este mismo objetivo. Venturoso año nuevo para todos.

Manzur tiene a Cartagena en la cabeza

Por: Juan de Dios Sánchez Jurado

Especial para el diario El Universal



David Manzur tiene a Cartagena en la Cabeza. Me atrevo a afirmarlo luego de ver la exposición de su autoría que actualmente se exhibe en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ciudades Oxidadas es el título de la obra. De ella se dice que retrata un lugar oxidado, medieval, contemporáneo, lleno de caballos y ruedas de carreta, crepuscular y solitario. Si ese lugar no es Cartagena, no imagino dónde más podría quedar. Siempre he pensado que la capital de Bolívar, la de Indias, es una obra de arte a medio camino entre la instalación y el performance, en la que todo, desde su majestuosidad hasta su ruina, ha sido el producto de una intuición planificada. De ahí que hasta un montón de basura arrumada en un rincón registre bien en cámara. La idea es provocar un efecto, sea admiración o desagrado. Eso mismo pasa al observar los cuadros que componen esta colección de David Manzur, en los que el contraste es la marca mayor. Un paisaje moribundo, opaco y desolado se enfrenta a la belleza muscular y luminosa de los caballos que lo galopan. Imagínese un hermoso y robusto caballo blanco parado a la orilla de la Ciénaga de la Virgen, a la altura de la Avenida del lago; obtendrá una referencia del ambiente que caracteriza la ciudad pintada por el artista de Caldas nacido en 1929.

No cabe duda, la Ciudad Oxidada es Cartagena. Sus hipnotizadas ruedas de carreta, sus jinetes remendados, sus habitantes de rostro vacío, de nuevo sus caballos, su eterno atardecer vetusto y sentimental, lo corroboran. O tal vez no, seguramente Manzur andaba con el pincel en otra parte y esto de andar relacionando su obra con la ciudad en la que nací sea mi culpa exclusiva. Hace 8 meses me fui de Cartagena y a veces creo que recordarla pega más duro que vivirla. No hay momento en que no la piense, se me ha vuelto una pintura que observo desde lejos. Aunque no importa la distancia, Cartagena duele igual. Tengo amigos que salieron de allí a vivir a Argentina, España, Italia, Alemania, Australia. Estoy seguro que a ellos les pasa lo mismo; no importa donde vayas, Cartagena te seguirá tejiendo con su hilo de tres colores para convencerte cada vez más de no saber quién eres. Encontrará tus pies con su espuma de mar que acaricia y corroe.

Conozco colombianos y extranjeros que se mueren por ir a Cartagena. Conozco cartageneros que se mueren por abandonarla para siempre. No es posible la vida en una ciudad en la que los muros valen más que la gente, dicen los que se quejan; una ciudad en la que el pensamiento se ve obligado a andar por calles tan estrechas. Si la vives por partes nunca podrás entenderla. Si la visitas y te restringes a su cara más elitista y farandulera, habrás fracasado igual que si vives en ella y crees que lo único que existe son las tres cuadras de tu barrio, la terraza de tu casa, la música y las cervezas. Nosotros los que nacimos en ella andamos como los jinetes de Manzur, ataviados bajo el peso de una armadura oxidada. Nos sirve para defendernos de un destino según el cual salir adelante es consecuencia del linaje, el azar de una chiripa o el producto de una “vuelta” bien hecha. Una armadura oxidada, remendada e incompleta que nos sirve para resistir los disparos en la oscuridad que a algunos enaltece y a otros hiere. De todos contra todos es el reino de la Ciudad Oxidad. Sin embargo, después de la falta de oportunidad, del invierno cruel, de la repartición mezquina de los bienes de la época, del muerto nuestro de cada diario, aún somos capaces de salir a la calle, una vez más, tristes, con un retazo de sonrisa, pero sonrisa al fin y al cabo, a enfrentar nuestra tragedia bailable, ese eterno carnaval de máscaras menguantes y crecientes.

Imagine ahora un caballo al que por acabársele el pasto aprendiera a comer carne. Así defino un poco la cuestión actual de ser cartagenero. Porque ese asunto de hacernos daño, de matar al hermano y al desconocido de manera tan abyecta es una tarea que hemos aprendido bien, no obstante, de enseñanza reciente. Y mientras los pasquines amarillistas hacen su agosto, la esperanza es una limosnera recostada a la pared de La Catedral rogando por monedas para volver a emborracharse. La certeza de que el esfuerzo diario y honesto sea un afán que oxide en lugar de fortalecer es una tortura con la que no se puede lidiar a palo seco. A veces parece que el único refugio en Cartagena es la luz del viernes por la noche tan amable. Del resto, la misión es defendernos hasta de la maldad de nuestros propios héroes. Los históricos, a quienes incluso aún les guardamos monumentos sin saber porqué. Y los de siempre, aquellos que nos aleccionaron en el oficio de considerar banquete las migajas que disputamos a las hormigas y las moscas. Pero de esto que nadie hable. Ojo, que por ahí anda la inquisición instalando rejas en la boca.

Entonces, gracias al cielo por el Arte. La única manera de sortear la agonía cuando incluso denunciar es un crimen. En eso, Manzur, a lo largo de su trayectoria ha sido claro. ¿Tuvo en cuenta alguna referencia de Cartagena a la hora de concebir Ciudades Oxidadas? Seguramente. Algo de esa ciudad en la que comulgan la belleza y la decadencia ha debido colársele. Si no me creen, no pierdan la oportunidad de echarle un vistazo a la muestra que estará abierta al público hasta el 15 de enero de 2012.