martes, 2 de agosto de 2011

Caribe Plaza: Ese barrio ficticio

Caribe Plaza: Ese barrio ficticio

En 2001, la escritora, economista política y periodista Naomi Klein, publicó el libro No logo: El poder de las marcas. La obra es un ensayo crítico y reflexivo en contra de las grades marcas, sus métodos de crecimiento y sus estrategias para captar un mayor número de consumidores.

En 2003, No logo fue llevado al cine a manera de documental. En la cinta, la propia Naomi narra cómo desde finales del siglo XX, las grandes marcas, estilo Nike, Mc Donalds o Tommy Hilfiguer, un día dejaron de vender un producto, para empezar a comercializar un estilo de vida y, en el proceso, terminaron adueñándose del espacio público, al tiempo que dieron origen a nuevas formas de explotación laboral, imponiendo una dinámica capitalista en la que lo único que importa es que las marcas puedan impactarnos a todos y estar en todas partes.

Una de las ideas de No Logo se centra en exponer que, por cuenta de las estrategias de mercadeo, cada vez contamos con menos lugares para relacionarnos como ciudadanos y no como consumidores. Para Naomi, poco a poco las grandes marcas han invadido la esfera de lo público, al punto de dejarnos sin espacios en los que podamos decidir libremente no estar expuestos a algún tipo de anuncio publicitario. Este fenómeno, bautizado por la autora canadiense como bombardeo de marcas, incide de manera directa en la noción de democracia, advirtiendo que cuando se pierden los lugares de reunión libre, cuando la idea de lo público se desvanece, las posibilidades de decisión también se desdibujan.

Según se desprende del libro y del documental, el ejemplo más patente de lo anterior sería el centro comercial. Un lugar diseñado para imitar el vecindario, decorado con fuentes, bancas y farolas, que dan la idea de un espacio de libre tránsito, pero que, en últimas, resulta el epítome de la privatización. Esta idea de que las marcas y sus feroces estrategias de mercado han invadido nuestras vidas, es incluso verificable en una ciudad del tercer mundo como Cartagena, en la que, gradualmente, la vida del barrio se ha ido mudando al centro comercial. Y es que aquellos eventos o motivos de congregación que antes tenían lugar en el barrio, léase el día de los disfraces, la novena de aguinaldos, el parque o la iglesia, se han ido trasladando al centro comercial. No en vano las diferentes secciones que componen el Caribe Plaza fueron bautizadas con los nombres de nuestras plazas públicas, San Pedro, San Diego, Santo Domingo. La idea es que la vida se traslade al centro comercial, de manera que no sólo nos veamos en la necesidad de acudir a él cuando queramos comprar algo, si no que, prácticamente, mudemos todo nuestro itinerario a este vecindario ficticio, en el que las marcas puedan tenernos todo el día, todos los días, sometidos al imperio de sus anuncios publicitarios.

¿Quién que viva en los barrios aledaños al Caribe Plaza, La Castellana o La Plazuela, recuerda cuándo fue la última vez que un 31 de octubre, un niño tocó a su puerta para pedir un dulce? Ahora la celebración de esta fecha consiste en que los papás lleven a sus pequeños piratas, policías, fantasmas o superhéroes, a congregarse alrededor del evento planificado por el centro comercial. Lo mismo pasa con la novena de aguinaldos.

No hace mucho, en la mayor parte de los barrios de Cartagena el espíritu de la navidad aún era una excusa de reunión para los vecinos, quienes incluso se unían para armar un pesebre en el que cada noche de la novena, los miembros de la comunidad pudieran cantar, comer juntos y entregarse regalos. Hoy en día, la novena se fue a vivir al Éxito, Sao o Carrefour más cercano, y el evento ya no se relaciona tanto con un tiempo para reflexionar sobre el nacimiento de Jesucristo, si no que se ha convertido en una excusa para, de paso, ir a hacer mercado. Ni hablar de la misa, cada centro comercial en Cartagena tiene los domingos por la mañana un espacio para los más católicos, quienes luego de rezar y darse golpes de pecho, pueden inmediatamente dedicarse a estudiar el evangelio del marketing y caer en la tentación de gastarlo todo en productos de última colección o con descuentos.

No más el pasado febrero, durante las fiestas de la Candelaria, una estatua de la Virgen fue ubicada en un lugar privilegiado del Caribe Plaza. No creemos que esto precisamente obedezca a la gran devoción que por dicha patrona profesen los administradores de ese centro de compras. Resulta evidente que su objetivo es uno sólo: Trasladar todos los aspectos de nuestra vida, incluso la fe, al interior de sus almacenes, de manera que vivamos al cien por ciento en función de consumo.

Algunos dirán que cada quien es libre y que si prefiere celebrar la novena o ir a misa en el centro comercial es por su propia decisión. Sin embargo, esto resulta cuestionable cuando, tal como afirma Naomi Klein en No logo, nos hemos ido quedando sin el poder de escoger. Cómo podríamos tenerlo, si las marcas son ahora igual que la montaña de Mahoma, si no vamos a ellas, ellas encuentran la manera de llegar hasta nosotros. Hasta nuestras casas, a través de internet o la televisión. Cada vez es mayor la intromisión de comerciales dentro del tiempo del noticiero o la novela. Se han fijado que incluso cuando ya se supone que acabó el corte comercial, hay otro que se inmiscuye entre el “ahora sigamos con tal programa” y el programa en sí. Durante las transmisiones de los partidos de fútbol, entre jugada y jugada, siempre hay espacio para una pauta comercial más.

Y si salimos a la calle, la cuestión no es muy diferente, cada vez son más los autobuses en Cartagena que, en lugar de la típica iconografía de buseta que las caracterizaba, ahora llevan algún anuncio publicitario estampado en el parabrisas. Ya no se puede ni esperar el bus tranquilamente, los paraderos son hoy vitrinas de comercio diciéndonos qué vestir, dónde ir, qué bebida tomar. Y así, sucesivamente, cada lugar que no es el centro comercial, se va pareciendo más a uno.

Sólo hay que echarle un vistazo a las universidades, cada vez con menos espacio para salones de clase y más para cajeros automáticos o grandes cadenas de café o comidas rápidas. En las tiendas de barrio, no sólo te venden la gaseosa, aparte tienes que admirar el gran logo de la marca estampado en el refrigerador. En la rumba, cada vez son más los sitios cuyas mesas y sillas van decorados con la marca de algún whiskey o vodka que te dice: tómame.

Hasta nuestro propio cuerpo, usando ropa, zapatos y accesorios en los que el estampado de la marca es cada vez más grande, convirtiéndonos en anuncios publicitarios ambulantes. Siendo ésta la situación, si como dice Naomi, cada vez son menos los lugares en los que no somos concebidos como consumidores, dónde queda el poder de decidir no estar bajo la influencia del mercado. Tendríamos que enclaustrarnos en nuestra habitación, cerrar puertas y ventanas y arroparnos de pies a cabeza. La pregunta entonces sería ¿qué hacer?, ¿cómo enfrentarnos a los grandes monstruos del marketing?

Existen en el mundo movimientos de resistencia en contra de las grandes marcas, grupos de activismo dedicados a reclamar el derecho a espacios en los que podamos ser concebidos como personas y no como consumidores, y a desenmascarar prácticas de explotación laboral como las maquilas, en las que las grandes multinacionales del primer mundo subcontratan mano de obra a precio de risa en países del tercero, estableciendo una relación de trabajo muy parecida a la esclavitud y que le sirve a estas corporaciones para invertir lo menos posible en la elaboración de sus productos y poder gastar millones en campañas publicitarias que las ubiquen en el mercado como la mejor opción, como el estilo de vida más deseable.

Por lo pronto, en Cartagena, donde las franquicias de las grandes marcas apenas están llegando, proponemos reclamar y recuperar el barrio como lugar de congregación, en el que podamos relacionarnos como humanos y ciudadanos, prefiriendo llevar a nuestro hijos a divertirse al parque de la cuadra, compartir un almuerzo y unas bebidas con nuestros vecinos a la sombra del árbol en la terraza de alguno y, mediante estos pequeños actos políticos, demostrar que, obligatoriamente, no tenemos que a ir un café de marca para sostener una conversación o hacinarnos en la zona de comidas de un centro comercial para tener un rato de esparcimiento en familia.

Cartapropia (City not for sale)

Una de las voces de Calle 13.

Por: Juan de Dios Sánchez Jurado

El más reciente trabajo discográfico de la agrupación Calle 13, trae una canción llamada “Latinoamérica”. El coro pertenece a las voces de la colombiana Totó la Momposina, la peruana Susana Baca y la brasilera María Rita. El tema, pese a referirse al continente del que toma el nombre, a veces nos da la impresión de estar dirigido particularmente a Cartagena. Sobre todo la frase que dice: “Soy lo que dejaron, soy toda la sobra de lo que se robaron”. Y es que, a nuestro parecer, los cartageneros nos hemos dado a andar así, viviendo de las sobras de lo que se robaron o de lo que nadie ha querido robar. Entonces nos preguntamos, por qué esta forma de ser, por qué esta manera de asumir la ciudad como si no nos perteneciera, por qué esta facilidad para irla perdiendo así, por pedacitos, para cederla, venderla o regalarla de a poco, a cambio de migajas con las que únicamente alcanzamos a solucionar el problema del diario. Y es que, históricamente, hemos preferido pensar con el estómago, en lugar de reclamar a la tan llamada Heroica como nuestra y negarnos a malvenderla, negarnos a optar por seguir los consejos del hambre a la hora de canjear el oro por espejitos.

Buscando posibles respuestas a esa falta de pertenencia, se nos ocurre pensar que, con el nombre que nos tocó, no podría ser de otra forma. Cartagena suena a Cart-Ajena, a hija de nadie, animal sin dueño, terreno baldío. Para rematar, hasta ese nombre es ajeno, prestado de otra ciudad al otro lado del Atlántico, que no era la nuestra, pero se nos parecía. Ese bautizo nos jodió desde el principio. Creemos que, a lo mejor, terminó por convencernos de que no merecía la pena afilar uñas y dientes para evitar que, de afuera, llegaran otros aquí a implantar su negocio redondo: comprar nuestra ciudad a precio de huevo, para luego revenderla a postores aún más extranjeros. A estos últimos, poco les cuesta meterse la mano bien adentro del drill, con tal de firmar el título de propiedad de un metro cuadrado que les asegure la vista de alguna de nuestras mejores y anaranjadas nubes de antes de caer la noche. Así sea sólo para venir a vivirlo dos semanas al año, porque, a juzgar por el estado en que permanecen algunas casas restauradas del centro, parece que no las habitaran ni los fantasmas.

Pensando en esto, merodeando la ciudad precisamente a esa hora de las nubes anaranjadas, llegamos por los lados de la muralla en los que aún se puede transitar libremente. Con ese paisaje, no es necesario hacer mayor esfuerzo para entender porqué todos quieren un pedazo de esta bendecida por la naturaleza. Dónde más podría sintonizarse esta brisa que a ratos suena a fiesta de tambores; dónde más este sol, caliente y oloroso como un pan recién salido del horno, culpable del claroscuro que hace que hasta sus ruinas registren en cámara mejor que cualquier palacio en cualquier parte del mundo; dónde más esa lluvia que sólo sabe caer para proponerle una danza al mar y las palmeras; dónde más este calor, abrigo natural para los huesos, temperatura amable que acoge bajo sus alas, con la misma nobleza, a propios y extraños. Todos quieren un pedazo de esta Cartagena. La otra, la que no es turística, ni portuaria, ni industrial, esa nos la dejan conservar, ésa, al menos por ahora, puede seguir siendo nuestra sobra.

Abandonamos la muralla, presos aún de la ensoñación a la que nos condujo semejante visión. Sin embargo, nos envuelve también un sentimiento de nostalgia. Pensar que quizá la próxima vez que queramos venir a ver la ciudad desde aquí, tengamos que pagar o simplemente no nos permitan el acceso porque al final dejamos privatizar hasta la última piedra. Entonces, vuelve a sonarnos “Latinoamérica”, con esa música de Visitante y en esas voces unidas de Residente, Totó, Susana y María Rita. Se nos ocurre que a todos los cartageneros nos vendría bien escuchar a menudo esa oda que parece cantarnos directo. Bastante provecho sacaríamos de aprenderla de memoria, sobre todo el coro que dice: Tú no puedes comprar al viento/Tú no puedes comprar al sol/Tú no puedes comprar la lluvia/Tú no puedes comprar el calor/Tú no puedes comprar las nubes/Tú no puedes comprar los colores/Tú no puedes comprar mi alegría/Tú no puedes comprar mis dolores. Tal vez así, de tanto entonar estos pregones, poco a poco, nos convenzamos de que esta ciudad en la que nacimos, es un pedazo de tierra que vale la pena, un pedazo de tierra que se puede compartir, sí, pero sin dejárselo arrebatar. Tierra en la que, este año, podríamos preferir no creer más en discursos políticos hechos de pura saliva. Tierra que, no obstante hoy, quienes vinimos a este mundo en ella sólo podemos disfrutar de sus sobras, es posible recuperarla, reconstruirla a punta de trabajo orgulloso, transformarla y adueñarnos de ella de manera que, un día, tengamos que cambiarle el nombre, abandonar ese otro prestado por algo así como Cartapropia, que declare, con todas sus letras, que se trata de una tierra (como debería serlo toda Latinoamérica) que canta, lucha, progresa y que, definitivamente, no está más en venta.