viernes, 28 de octubre de 2011

La buseta de la bella durmiente

Por: Juan de Dios Sánchez Jurado

Desde la primera vez que lo leí, supe que algún día experimentaría algo parecido al cuento de García Márquez, “El avión de la bella durmiente”. Esta mañana me sucedió. Guardadas las proporciones, claro, con relación a Gabo y con relación a que mi versión de la historia transcurre en una buseta. Por ello, no menos prodigioso el asunto. Cada cuánto le toca a uno sentarse junto a una mujer hermosa en una buseta, y prodigioso, digo yo, porque como afirma Gabo en ese texto, no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa. Y, mejor, que se quede dormida a tu lado y, aparte, te regale la canción de su leve ronquido, como si llevara en la nariz un arroyuelo que removiera un montón de diminutas piedras. Pero, a diferencia del viaje de Gabo, el trayecto no era París-New York, en mi caso, la ciudad era Cartagena, Avenida Pedro de Heredia en plena hora pico, trayecto Bomba del Amparo-Centro; ya imaginarán entonces que las estrategias del conductor del vehículo no favorecían el descanso de esta hermosa mujer, que, a diferencia de la bella de Gabo, no podía disfrutar de un sueño invencible.
Aunque los frenos y arranques abruptos a los que nos sometía el conductor provocaban que la chica despertara sus enormes y verdísimos ojos cada tanto, yo habría preferido verla dormir larga y apaciblemente, adivinar, como quería Gabo, las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua.

Y así trascurría el viaje de manera irregular, yo, observando a la bella entrar y salir del sueño según los movimientos de la buseta; los demás pasajeros, sobre todo los que iban de pie, sufriendo las inconsistencias del camino mal sorteadas por el chofer. Hasta que uno de ellos protestó, instando al conductor a mejorar su técnica, a tener un poco más cuidado y tomar conciencia de que transportaba personas, no escombros ni mucho menos. El resto lo observamos predicar su discurso, la manera altanera pero elocuente con que se dirigía al dueño del timón, exigiéndole mejorar su servicio. Luego de la intervención, volvió el silencio, cada pasajero, de nuevo, se concentró en sí mismo, como si no hubiera pasado nada. Algunos a la música que se inyectaban con audífonos, otros a pensar en el regaño del jefe por llegar tarde, otros en el parcial, en la reunión, en lo que sea, menos a pensar en que, tal vez, la intervención de aquel pasajero ameritaba que el resto le hubiésemos apoyado, que siguiéramos su iniciativa y eleváramos también nuestra voz de protesta en contra del animal al volante.

Pero no, supongo que resultaba más fácil abstenerse de cualquier acción y dejar que la realidad nos sometiera sin emitir mayor queja. Con los choferes de bus pasa como con los políticos; les permitimos dirigir el curso de nuestras vidas como a ellos les da la gana, incluso, en perjuicio de nuestra propia integridad. Lo cierto es que, pese a la solicitud que acababa de recibir, el chofer continuó el trayecto frenando y arrancando con el menor grado de pericia, provocando que la bella a mi lado casi terminara dándose un golpe en la frente con el asiento de adelante. Pensé que debía hacer algo, seguir el ejemplo del pasajero quejumbroso y reiterarle al conductor la exigencia de mejorar su desempeño. Sin embargo, al observar a mi alrededor, las caras somnolientas y preocupadas me contagiaron su indiferencia, así que opté por no hacer nada. Con los pasajeros de una buseta pasa como con los ciudadanos inscritos para votar, tienen el poder de unirse y lograr algo, generar un cambio, sin embargo, la mayoría prefiere la abstención y dejar que aquel que debería velar por los intereses de todos, haga lo que se le venga en gana en pro de su interés particular de ratoneo y rebusque diario.





Ya entrando en el Mercado de Bazurto volví a fijarme en la bella dormida, que con la cabeza recostada sobre la ventanilla, lucía, igual que la bella de Gabo, como una criatura de fábula. Pese a darse leves golpecitos contra el vidrio, las turbulencias de Bazurto no despertaron a la bella. Sin embargo, 15 minutos después y todavía sin terminar de atravesar ese mar turbio y triste que amanece alojado en la vía de Bazurto cuando ha llovido toda la noche, la voz chillona y fría del Sparring, obedeciendo una orden del chofer, instó a los pasajeros a correrse hacia el fondo de la buseta que, por lo demás, parecía transportar a todos los pasajeros del mundo. La voz del empleado despertó a la bella. Con los sparrings pasa como con los que trabajan en la campaña de un candidato a un cargo de elección popular, son capaces de ir en contra de la comunidad, con tal de mantener el puestico que les dieron a cambio de tanta lambonería. Pese a lo ilógico de la orden, los pasajeros hicieron todo lo posible por cumplirla hasta quedar amalgamados con la soldadura de sus propios humores. Entonces me pregunté, ¿de dónde sale tanto estoicismo para resistir los maltratos del remedo de burgomaestre al volante?, ¿acaso no pagamos todos por recibir un buen servicio?, ¿acaso el pago del pasaje no impone la garantía de ser tratado como persona y llevado a destino sano y salvo? Con los choferes de bus pasa como con algunos candidatos a la alcaldía, uno sabe lo poco que les interesa prestar un buen servicio, lo mal preparados que están para la tarea que se les encomienda y aún así somos capaces de depositar nuestra confianza en ellos y salir el domingo de elecciones a darles el voto.

Del trancón del mercado, pasamos al trancón del Pie de la Popa, generado por cuenta de las obras de Transcaribe, ese tramo de casas a medio demoler que de algún modo se las arregla para lucir con encanto su semblante apocalíptico. En eso, la bella había vuelto a dormirse. Seguramente estaba soñando que la ola invernal de noviembre había inundado Cartagena sin darle tregua luego de un fin de semana completo de diluvio, porque al instante en que la bella abrió esos ojazos de almendra, una lágrima corrió por su mejilla. Recordé entonces la tristeza oriental que arrastraba la bella de Gabo y que, al parecer, también aturdía a la bella sentada a mi lado. Con las mujeres hermosas pasa como con las ciudades hermosas, puede que estén rotas por dentro, sin embargo, dormidas, lucen tan apacibles; tal vez por eso prefieren mantenerse así, aletargadas, narcotizadas por el aroma de su propia belleza, pese a estar derrumbándose por dentro.




Finalmente en el centro, la mayoría descendimos a la altura de la India Catalina para unirnos a la procesión hasta nuestros lugares de trabajo o estudio. Mientras cruzábamos la calle hasta el andén de la Avenida Venezuela, la bella no me regaló siquiera una mirada. Quise alcanzarla, por un instante sentí el coraje de acercármele y preguntarle el nombre. Sin embargo, me acorralaron un par de colegialas que repartían volantes con la cara de un candidato a la alcaldía. Para cuando pude zafarme del obstáculo, ya la bella había desapareció bajo sol de las ocho de la mañana al interior de esa otra buseta mal manejada que resulta ser Cartagena.

domingo, 9 de octubre de 2011

Abstención electoral según Homero Simpson

En el quinto capítulo de la sexta temporada de Los Simpsons, Bob Patiño, el eterno enemigo de Bart, sale de la cárcel para aspirar a la alcaldía de Springfield. Pese a ser un ex convicto acusado dos veces de intento de homicidio, pese a ser manejado por un grupo de poderosos y egoístas republicanos encabezado por el señor Burns, pese a poner en práctica todas las estrategias de campaña del típico candidato que sólo se representa a sí mismo, Bob Patiño se alza triunfador, por encima de otro corrupto, el alcalde Diamante. El pueblo de la Planta Nuclear repite la conducta que, desde que la democracia es democracia, se nos ha hecho creer es la única opción a la hora de participar en los comicios, votar por el que, en apariencia, resulta ser el menor de los males.

Una frase del episodio llama particularmente mi atención: “Nunca me he considerado un hombre político, de hecho, siempre me ha parecido que la gente que vota es un poco maniática”
Oír estas palabras ad portas de las próximas elecciones, hace que adquieran un significado que vale la pena hacer objeto de análisis. La gente que vota me parece un poco maniática, dice Homero, sin crisparse; como quien afirma que la política no le compete, o que participar en las decisiones que afectan la administración y el futuro de la ciudad en la que vive no fueran su preocupación; al menos no tanto como vivir para pagar el recibo de la luz y la cuota del banco.
Entonces pienso en las elecciones para alcalde de Cartagena 2005, en las que, según cifras de la Registraduría Nacional, 426.818 ciudadanos, 78% del censo electoral, pensó, igual que Homero, que eso de ejercer el derecho y el deber de votar es un asunto para gente que está un poco mal de la cabeza. Si bien, dentro de la dinámica de la democracia, el abstencionismo puede ser considerado una actitud política válida cuando el hecho de no votar responde a una postura convencida, no lo es tanto cuando es consecuencia de la más abyecta indiferencia. En cualquier caso, la abstención adquiere un carácter nocivo y peor aún, en ciudades como Cartagena, cuando permite, tal como ocurriera en ese 2005, que con menos de 100 mil votos, el cargo de burgomaestre se lo lleve el peor de los males; en aquel año, el voto en blanco marcó un histórico porcentaje (40.683, de un total de 122.182 tarjetones depositados), sin embargo, tuvo que conformarse con un honroso segundo lugar, porque fueron más los que se abstuvieron.

La pregunta es, ¿dónde estaban esos más de 400 mil votantes aquel domingo?, ¿qué les preocupaba más que ir a manifestar su opinión en las urnas?, ¿ver una película en RCN?, ¿hacer mercado?, ¿aprovechar la ley seca para tomarse unos tragos en la terraza de la casa?
Cómo evitar que la ciudad quede en manos de un personaje inconveniente, si en Cartagena estamos acostumbrados a que un 22% del censo electoral sea quien determine el futuro de la ciudad. Dejamos en manos de esa pequeña porción de ciudadanos una responsabilidad que nos compete a todos. ¿Acaso sólo ese 22% monta en bus padeciendo el problema de movilidad?, ¿sólo a ellos les asusta hacer un retiro en el banco sin creer que a la salida se lo arrebatarán?, ¿acaso el Mercado de Bazurto es un mal que sólo aqueja a ese 22% que sale a votar?. Y el espacio público, y la falta de educación, y los altos niveles de pobreza, y el desempleo, ¿acaso estos temas afectan únicamente a los cien mil ciudadanos que madrugan el domingo de elecciones, sea a marcar la cara de alguno de los aspirantes o el recuadro blanco?

Veo con agrado el movimiento en redes sociales que se gesta alrededor del voto en blanco. A juzgar por el panorama que ofrecen los candidatos que este 30 de octubre posaran con su mejor sonrisa de photoshop en el tarjetón, la cosa no pinta para nada alentadora. Por eso es importante que este año la suerte del voto en blanco sea distinta, y que no sea sólo una moda de Facebook o Twitter, que se constituya en una acción concreta en el mundo real. De lo contrario, si nos conformamos con hacer click en me gusta el voto en blanco, o afirmamos que saldremos a votar pero no lo hacemos, jamás estaremos cerca de lograr un cambio social revolucionario. Si no me creen, pregúntenle a los que por estos días ocupan Wall Street. Incidir en la realidad es el fundamento indispensable para sentar una voz de protesta, para sacudir el status quo y que aquellos que están acostumbrados a sacar provecho de nuestra resignación e indiferencia, adviertan que en adelante no vamos a facilitarles la tarea.

Es necesario que este 30 de octubre derrotemos el miedo, salgamos a la calle, renunciemos a hacer parte de la mayoría silenciosa e indiferente, asumamos nuestra responsabilidad como ciudadanos y concretemos eso que pensamos en una opinión fuerte, en una nítida equis sobre el recuadro blanco del tarjetón con la que manifestemos que finalmente entendimos que la ciudad debe construirse de manera que funciones para todos, que palabras como incluyente deben pasar de ser un bonito discurso a una realidad palpable.

La situación actual de Cartagena no da espera, los problemas que la aquejan ameritan con urgencia optar por acciones drásticas. La indiferencia es peor aún que votar por el menor de los males. Si no manifestamos que nos importa, que nos duele lo que pasa con la ciudad, que en últimas nos pasa a todos los que la vivimos, nunca seremos capaces de engendrar una revolución social, económica, y cultural. Creer que lograr este cambio es una tarea imposible es una idea predominante entre nosotros, pero considero que ha sido más por darle prelación a la indiferencia en lugar de elegir el camino de la acción civil.

De nosotros depende marcar a partir de este 30 de octubre un punto de quiebre, un hito que permita a las próximas generaciones reconocer que participar conscientemente en democracia, resulta una táctica crucial a la hora de hacer valer y hacer sentir la opinión de la verdadera mayoría. La pelea está casada, voto en blanco vs. eterna indiferencia, ustedes deciden, seguir pensando como Homero, que eso de votar es asunto de gente maniática o elegir de una buena vez romper el silencio.