Por: Juan de Dios Sánchez Jurado
El más reciente trabajo discográfico de la agrupación Calle 13, trae una canción llamada “Latinoamérica”. El coro pertenece a las voces de la colombiana Totó la Momposina, la peruana Susana Baca y la brasilera María Rita. El tema, pese a referirse al continente del que toma el nombre, a veces nos da la impresión de estar dirigido particularmente a Cartagena. Sobre todo la frase que dice: “Soy lo que dejaron, soy toda la sobra de lo que se robaron”. Y es que, a nuestro parecer, los cartageneros nos hemos dado a andar así, viviendo de las sobras de lo que se robaron o de lo que nadie ha querido robar. Entonces nos preguntamos, por qué esta forma de ser, por qué esta manera de asumir la ciudad como si no nos perteneciera, por qué esta facilidad para irla perdiendo así, por pedacitos, para cederla, venderla o regalarla de a poco, a cambio de migajas con las que únicamente alcanzamos a solucionar el problema del diario. Y es que, históricamente, hemos preferido pensar con el estómago, en lugar de reclamar a la tan llamada Heroica como nuestra y negarnos a malvenderla, negarnos a optar por seguir los consejos del hambre a la hora de canjear el oro por espejitos.
Buscando posibles respuestas a esa falta de pertenencia, se nos ocurre pensar que, con el nombre que nos tocó, no podría ser de otra forma. Cartagena suena a Cart-Ajena, a hija de nadie, animal sin dueño, terreno baldío. Para rematar, hasta ese nombre es ajeno, prestado de otra ciudad al otro lado del Atlántico, que no era la nuestra, pero se nos parecía. Ese bautizo nos jodió desde el principio. Creemos que, a lo mejor, terminó por convencernos de que no merecía la pena afilar uñas y dientes para evitar que, de afuera, llegaran otros aquí a implantar su negocio redondo: comprar nuestra ciudad a precio de huevo, para luego revenderla a postores aún más extranjeros. A estos últimos, poco les cuesta meterse la mano bien adentro del drill, con tal de firmar el título de propiedad de un metro cuadrado que les asegure la vista de alguna de nuestras mejores y anaranjadas nubes de antes de caer la noche. Así sea sólo para venir a vivirlo dos semanas al año, porque, a juzgar por el estado en que permanecen algunas casas restauradas del centro, parece que no las habitaran ni los fantasmas.
Pensando en esto, merodeando la ciudad precisamente a esa hora de las nubes anaranjadas, llegamos por los lados de la muralla en los que aún se puede transitar libremente. Con ese paisaje, no es necesario hacer mayor esfuerzo para entender porqué todos quieren un pedazo de esta bendecida por la naturaleza. Dónde más podría sintonizarse esta brisa que a ratos suena a fiesta de tambores; dónde más este sol, caliente y oloroso como un pan recién salido del horno, culpable del claroscuro que hace que hasta sus ruinas registren en cámara mejor que cualquier palacio en cualquier parte del mundo; dónde más esa lluvia que sólo sabe caer para proponerle una danza al mar y las palmeras; dónde más este calor, abrigo natural para los huesos, temperatura amable que acoge bajo sus alas, con la misma nobleza, a propios y extraños. Todos quieren un pedazo de esta Cartagena. La otra, la que no es turística, ni portuaria, ni industrial, esa nos la dejan conservar, ésa, al menos por ahora, puede seguir siendo nuestra sobra.
Abandonamos la muralla, presos aún de la ensoñación a la que nos condujo semejante visión. Sin embargo, nos envuelve también un sentimiento de nostalgia. Pensar que quizá la próxima vez que queramos venir a ver la ciudad desde aquí, tengamos que pagar o simplemente no nos permitan el acceso porque al final dejamos privatizar hasta la última piedra. Entonces, vuelve a sonarnos “Latinoamérica”, con esa música de Visitante y en esas voces unidas de Residente, Totó, Susana y María Rita. Se nos ocurre que a todos los cartageneros nos vendría bien escuchar a menudo esa oda que parece cantarnos directo. Bastante provecho sacaríamos de aprenderla de memoria, sobre todo el coro que dice: Tú no puedes comprar al viento/Tú no puedes comprar al sol/Tú no puedes comprar la lluvia/Tú no puedes comprar el calor/Tú no puedes comprar las nubes/Tú no puedes comprar los colores/Tú no puedes comprar mi alegría/Tú no puedes comprar mis dolores. Tal vez así, de tanto entonar estos pregones, poco a poco, nos convenzamos de que esta ciudad en la que nacimos, es un pedazo de tierra que vale la pena, un pedazo de tierra que se puede compartir, sí, pero sin dejárselo arrebatar. Tierra en la que, este año, podríamos preferir no creer más en discursos políticos hechos de pura saliva. Tierra que, no obstante hoy, quienes vinimos a este mundo en ella sólo podemos disfrutar de sus sobras, es posible recuperarla, reconstruirla a punta de trabajo orgulloso, transformarla y adueñarnos de ella de manera que, un día, tengamos que cambiarle el nombre, abandonar ese otro prestado por algo así como Cartapropia, que declare, con todas sus letras, que se trata de una tierra (como debería serlo toda Latinoamérica) que canta, lucha, progresa y que, definitivamente, no está más en venta.
Buscando posibles respuestas a esa falta de pertenencia, se nos ocurre pensar que, con el nombre que nos tocó, no podría ser de otra forma. Cartagena suena a Cart-Ajena, a hija de nadie, animal sin dueño, terreno baldío. Para rematar, hasta ese nombre es ajeno, prestado de otra ciudad al otro lado del Atlántico, que no era la nuestra, pero se nos parecía. Ese bautizo nos jodió desde el principio. Creemos que, a lo mejor, terminó por convencernos de que no merecía la pena afilar uñas y dientes para evitar que, de afuera, llegaran otros aquí a implantar su negocio redondo: comprar nuestra ciudad a precio de huevo, para luego revenderla a postores aún más extranjeros. A estos últimos, poco les cuesta meterse la mano bien adentro del drill, con tal de firmar el título de propiedad de un metro cuadrado que les asegure la vista de alguna de nuestras mejores y anaranjadas nubes de antes de caer la noche. Así sea sólo para venir a vivirlo dos semanas al año, porque, a juzgar por el estado en que permanecen algunas casas restauradas del centro, parece que no las habitaran ni los fantasmas.
Pensando en esto, merodeando la ciudad precisamente a esa hora de las nubes anaranjadas, llegamos por los lados de la muralla en los que aún se puede transitar libremente. Con ese paisaje, no es necesario hacer mayor esfuerzo para entender porqué todos quieren un pedazo de esta bendecida por la naturaleza. Dónde más podría sintonizarse esta brisa que a ratos suena a fiesta de tambores; dónde más este sol, caliente y oloroso como un pan recién salido del horno, culpable del claroscuro que hace que hasta sus ruinas registren en cámara mejor que cualquier palacio en cualquier parte del mundo; dónde más esa lluvia que sólo sabe caer para proponerle una danza al mar y las palmeras; dónde más este calor, abrigo natural para los huesos, temperatura amable que acoge bajo sus alas, con la misma nobleza, a propios y extraños. Todos quieren un pedazo de esta Cartagena. La otra, la que no es turística, ni portuaria, ni industrial, esa nos la dejan conservar, ésa, al menos por ahora, puede seguir siendo nuestra sobra.
Abandonamos la muralla, presos aún de la ensoñación a la que nos condujo semejante visión. Sin embargo, nos envuelve también un sentimiento de nostalgia. Pensar que quizá la próxima vez que queramos venir a ver la ciudad desde aquí, tengamos que pagar o simplemente no nos permitan el acceso porque al final dejamos privatizar hasta la última piedra. Entonces, vuelve a sonarnos “Latinoamérica”, con esa música de Visitante y en esas voces unidas de Residente, Totó, Susana y María Rita. Se nos ocurre que a todos los cartageneros nos vendría bien escuchar a menudo esa oda que parece cantarnos directo. Bastante provecho sacaríamos de aprenderla de memoria, sobre todo el coro que dice: Tú no puedes comprar al viento/Tú no puedes comprar al sol/Tú no puedes comprar la lluvia/Tú no puedes comprar el calor/Tú no puedes comprar las nubes/Tú no puedes comprar los colores/Tú no puedes comprar mi alegría/Tú no puedes comprar mis dolores. Tal vez así, de tanto entonar estos pregones, poco a poco, nos convenzamos de que esta ciudad en la que nacimos, es un pedazo de tierra que vale la pena, un pedazo de tierra que se puede compartir, sí, pero sin dejárselo arrebatar. Tierra en la que, este año, podríamos preferir no creer más en discursos políticos hechos de pura saliva. Tierra que, no obstante hoy, quienes vinimos a este mundo en ella sólo podemos disfrutar de sus sobras, es posible recuperarla, reconstruirla a punta de trabajo orgulloso, transformarla y adueñarnos de ella de manera que, un día, tengamos que cambiarle el nombre, abandonar ese otro prestado por algo así como Cartapropia, que declare, con todas sus letras, que se trata de una tierra (como debería serlo toda Latinoamérica) que canta, lucha, progresa y que, definitivamente, no está más en venta.
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